Por Antero Flores-Araoz
En la historia republicana de nuestra patria, se han instaurado diversos modelos para la selección y nombramiento de jueces y fiscales, así como también para su permanencia en el cargo y, asimismo para su promoción a escala superior.
Como quiera que no tenemos espacio para relatar cada uno de los sistemas, nos restringiremos a los establecidos desde la Constitución de 1993. En su inicio ella creó el Consejo Nacional de la Magistratura, con la función de nombrar, ratificar y destituir a jueces y fiscales. El Consejo tenía siete miembros, uno elegido por la Corte Suprema, otro por la Junta de Fiscales Supremos, otro por los colegios de abogados, dos elegidos por los demás colegios profesionales, uno elegido por los rectores de las universidades nacionales y el último miembro elegido por los rectores de las universidades privadas.
A principios del año 2019 y ante escándalos acaecidos en el Consejo Nacional de la Magistratura, se modificó parcialmente la Constitución y tal Consejo fue sustituido por la Junta Nacional de Justicia, con similares facultades de nombrar, ratificar y destituir a jueces y fiscales. La Junta tiene también siete miembros, pero seleccionados por concurso público a cargo de un jurado que preside el Defensor del Pueblo y que lo integran siete miembros de gran nivel como los presidentes del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, Fiscal de la Nación, Contralor General, un rector elegido por sus pares de las universidades públicas de más de medio siglo de antigüedad, y por último un rector elegido por los rectores de las universidades privadas con el mismo requisito.
Ante los cuestionamientos a la Junta Nacional de Justicia, sea por falta de diligencia en nombramiento de jueces y fiscales, sea por críticas por su desempeño disciplinario, en el Congreso se debate otra modificación constitucional parcial, con la finalidad de que se sustituya a la Junta por la Escuela Nacional de la Magistratura, con funciones docentes a la vez que de seleccionar, nombrar y promover a jueces y fiscales, aunque sin la atribución de ratificación que con toda lógica se elimina, y sin tampoco la facultad de sancionar que queda a cargo de la Autoridad Nacional de Control del Poder Judicial, tratándose de jueces y, de la Autoridad Nacional de Control del Ministerio Público tratándose de fiscales.
La dirección de la Escuela Nacional de la Magistratura estaría integrada por tres miembros a saber: un juez supremo en actividad o cesante, elegido en sala plena, un fiscal supremo en actividad o cesante elegido por la Junta de Fiscales Supremos y, por último un exdirector de escuelas de post grado de Derecho de las universidades nacionales con más de 50 años de existencia.
Si bien se puede criticar en la aún no nata Escuela Nacional de la Magistratura, que en ella se mezclen actividades docentes y a la vez de nombramiento de magistrados judiciales y fiscales, es bueno advertir que cualquiera de los sistemas que hemos mencionados son teóricamente apropiados y lo que ha fallado es el desempeño de algunos de sus miembros, aunque hay que hacer la salvedad que no de todos.
Esta última reflexión nos debería llamar a ser mucho más exigentes con el desempeño de quienes nombran o eligen delegados, al ente que nombra a jueces y fiscales y no necesariamente estar cambiando instituciones lo que quita la estabilidad que se requiere en el funcionamiento de los entes públicos.