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Por Manolo Fernández D. / El virus de la ambición: cómo el Covid desnudó al mundo

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Por: Manolo Fernández D.

La pandemia de COVID-19 marcó una era, no solo por su impacto sanitario, sino también por la manera en que expuso las estructuras más profundas del poder global. Lo que empezó como una emergencia médica se transformó rápidamente en un tablero de juego, donde gobiernos, corporaciones y organismos internacionales movían fichas con intereses frecuentemente ajenos al bienestar colectivo.

Jamás la ciencia había sido tan mediática, pero también tan manipulada. Se deslegitimaron voces disidentes, se censuraron investigaciones alternativas y se promovieron normas sin respaldo suficiente, mientras se prohibían opciones prometedoras, todo bajo el estandarte de una “verdad científica” impuesta más por la política que por la evidencia. Las farmacéuticas, en tiempo récord, aseguraron contratos millonarios, muchas veces exigiendo inmunidad legal y ocultando datos clave sobre seguridad.

El miedo fue la gran herramienta de control. Bajo su sombra, se aceptaron confinamientos extremos, vigilancia digital, pérdida de libertades y medidas contradictorias, todo sin espacio para el debate. El discurso oficial fue blindado, y quien osara cuestionarlo era catalogado de “negacionista”, aunque solo buscara pensar críticamente.

Mientras muchos multiplicaban sus ganacias durante la pandemia, millones de personas caían en la pobreza y la desgracia. El juego sucio se evidenció en el acaparamiento de medicinas, oxígeno y en decisiones que priorizaron el mercado sobre la vida.

La pandemia fue una tragedia real, con muertos reales. Pero también fue una lección brutal sobre cómo se puede instrumentalizar el dolor con fines económicos, políticos e ideológicos. Lo que debió ser un esfuerzo humano unido, se convirtió en el espejo de nuestras peores grietas como civilización.

Hoy estamos pagando las consecuencias de haber actuado absurdamente. Los efectos secundarios de inoculaciones no bien probadas están ocasionando daños a la salud impredecibles. La prisa por implementar soluciones sin cuestionamientos ni transparencia ha dejado una estela de incertidumbre médica y social que apenas empezamos a comprender.

La historia aún se está escribiendo. Pero si no aprendemos de este capítulo, si no cuestionamos lo que nos contaron y cómo nos lo contaron, estaremos condenados a repetir no solo la enfermedad, sino también el juego sucio que la acompañó.

En los meses más oscuros de la pandemia, cuando la humanidad entera se paralizó esperando una respuesta, más de 280 laboratorios en el mundo alzaron la mano, ofreciendo una esperanza, un proyecto, una posible vacuna. Detrás de cada una de esas propuestas había trabajo científico, sueños de salvación y, en muchos casos, un compromiso auténtico con la salud pública. Pero el resultado fue otro: solo unos pocos, los grandes, los que ya concentraban poder financiero, mediático y político, salieron adelante.

La ciencia, ese estandarte de la razón y la evidencia, fue despojada de su neutralidad y absorbida por los engranajes del mercado. No ganó necesariamente la mejor vacuna, sino la que tenía detrás los mejores contratos, las alianzas geopolíticas más convenientes y las proyecciones de ganancia más atractivas. La Organización Mundial de la Salud, que debió ser la guardiana imparcial del conocimiento científico, se convirtió en un campo de influencia donde las farmacéuticas más poderosas marcaron el ritmo.

Lo más perturbador fue ver cómo gobiernos y la prensa que tradicionalmente se presentaban como críticos del capitalismo —algunos incluso de corte comunista o socialista— doblegaron su discurso y sus decisiones ante estas mismas corporaciones. Fue la claudicación del pensamiento ideológico ante la urgencia, pero también ante la seducción del poder. En lugar de cuestionar el sistema, muchos se apresuraron a firmar contratos confidenciales, aceptar condiciones impuestas y silenciar alternativas más económicas o éticas.

¿Qué nos dice esto de nuestro mundo? Que incluso ante una crisis global, la balanza del poder no se reequilibra automáticamente hacia lo justo o lo racional. Al contrario, la pandemia desnudó la arquitectura del dominio: quién decide quién vive, quién enferma y quién factura. La vacuna no fue solo una respuesta sanitaria; fue una herramienta de poder, una moneda geopolítica, una fábrica de sumisiones.

Hoy más que nunca, deberíamos preguntarnos: ¿qué ciencia queremos? ¿Una ciencia al servicio de la humanidad o una ciencia capturada por el capital? ¿Qué gobiernos nos representan? ¿Aquellos que actúan según sus principios o los que se arrodillan ante la rentabilidad?

Porque si en medio del caos global no supimos defender la justicia, la equidad y la soberanía sanitaria, ¿cuándo lo haremos?

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