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Por Óscar Valdés Dancuart / Dinastías y cacicazgos a la peruana

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Óscar Valdés Dancuart

A través de la historia, la política peruana no se ha caracterizado por tener, como la mayoría de países del mundo, una base fundamental de partidos políticos donde impere la democracia; un militante, un voto; y sus estructuras sean producto de una verdadera meritocracia. Un espacio en el que el ideario sea una guía para sus miembros, tanto en su vida política como en su comportamiento personal, dentro del futuro de la colectividad.

En Perú, salvo honrosas excepciones, las organizaciones y/o movimientos, en su formación, han ‘nacido’ producto de una aventura del promotor, quien se cree mesiánico y anhela conformar una agrupación política, de acuerdo a sus ideas e intereses personales y/o empresariales, para luego tomar el poder y ejercerlo. Para ello, no escatima gastos de su propio peculio y de algunos amigos que, siguiendo el mismo propósito, sólo quieren tener algún cargo para beneficiarse. No les interesa el ideario y si no lo tienen, lo compran. Todo tiene un precio. Para tal fin contratan a un académico y lo plasma, le da forma. Por las estructuras no se preocupan. Estas se conforman nombrando allegados en las diferentes esferas donde se desenvuelven, ya sean estas, una universidad, una empresa, un gremio o un club social. También recurren a sus promocionales del colegio o de la universidad. Lo importante es que sean sus conocidos o personas que ofrezcan lealtad al líder, quien más se parece a un cacique o curaca moderno.

En la Colonia, los cacicazgos eran una estrategia de la monarquía española para ganarse la lealtad de los indígenas nobles y estaban organizados a través del parentesco. Su similitud radica en la que ambos dominan una región y ejercen autoridad de todos sus dependientes a lo largo de su territorio o una organización. Muchas veces se vuelven tiranos, déspotas y abusan del cargo. En estos tiempos, si el cacique logra llegar al poder, etapa inicial de sus fines y objetivos, luego va a querer atornillarse en el sillón, ya sea municipal, regional, congresal o presidencial, modificando la Constitución, si fuera posible. En caso contrario, esperará otra ocasión, pero manteniendo su organización ya sea con una bancada o aliándose al nuevo gobernante so pretexto de asesorar, ayudar, colaborar con alguno de sus integrantes en cualquier puesto de gobierno, sea local, regional o nacional. Su siguiente objetivo es iniciar una dinastía con sus hijos o hermanos, si fuera el caso. Este funcionario público piensa que su trabajo no debe quedar en el olvido y su legado debe permanecer en el tiempo. Para ello,  buscará no sólo a sus familiares, sino también adeptos incondicionales que puedan ostentar momentáneamente el poder dejado, hasta que lo recupere un familiar. En este caso, debe quedar todo establecido, antes de su partida.

Revisando algunas páginas de nuestra historia, nos encontramos con varias dinastías, entre ellas la inca, la austriaca y la española. El grupo de poder inca surgió en la región de Cusco y se mantuvo durante los mandatos de Manco Càpac a Atahualpa. Mientras que la Casa austriaca, con los Habsburgo españoles en el poder, gobernaron el Virreinato del Perú, desde 1598 hasta 1700. Nuestro país, antes de la Independencia, también tuvo un notable fidelismo a formar parte de la Monarquía Española. El primer intento de instaurar una monarquía peruana independiente fue durante la Gran Rebelión de Encomenderos en el siglo XVI.

Si bien es cierto, en nuestro país, se mantienen hasta ahora los caciques, estos no han tenido éxito completo, en cuanto a imponer su dinastía como el funcionario público de mayor jerarquía en la Nación (lease presidente de la República), pues han sido rechazados una y otra vez. Los electores mantienen respeto por el líder, pero no necesariamente por sus descendientes.

En Perú, hay dos casos especiales de padres e hijos presidentes en una familia, aunque no gobernaron de manera consecutiva. José Pardo y Barreda lo hizo en dos ocasiones de 1904 a 1908 y de 1915 a 1919 y su padre, Manuel Pardo y Lavalle, entre 1872 y 1876. Por su parte, Manuel Prado Ugarteche llegó a la más alta magistratura del país de 1939 a 1945 y de 1956 a 1962 y su padre, Mariano Ignacio Prado, de 1865 a 1868 y de 1876 a 1879.

Finalmente, pienso que no debemos seguir eligiendo caciques ni consolidando dinastías. Debemos elegir democráticamente a militantes que den la talla, con méritos personales y profesionales y que no sean impuestos sólo por llevar el apellido del líder o fundador del partido político.

(*) Expresidente del Consejo de Ministros

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